A los 13 años, decidí que quería estudiar Filosofía. Aunque no me acuerdo exactamente cuándo ni dónde tuve esa epifanía, yo estaba segura de que seguiría esa carrera. No sabía muy bien de qué trataba, pero justamente lo “exótico” de la misma me atraía más todavía.
Seguí con esa idea en la cabeza hasta cuarto año de la secundaria. En ese entonces yo era parte de un ballet de tango y folklore. Con ellos viajamos a Italia a festivales de danza. Esa experiencia me cambió la vida en muchos sentidos y también amplió mi perspectiva sobre la carrera a seguir. Sabía hablar inglés e italiano más o menos bien, y por eso en el viaje oficié de intérprete. En ese momento decía que había hecho de traductora, como todavía siguen haciendo muchos medios de comunicación. Con el tiempo aprendí que cuando la oralidad está involucrada la práctica es la interpretación y no la traducción.
En los festivales de Italia había grupos de todas partes del mundo. Uno de los grupos con los que tuvimos una relación muy cálida era de Benin. No sabían hablar italiano ni castellano, inglés sí. La gente de la organización sabía hablar inglés, pero por alguna extraña razón no les transmitían los datos que sí sabíamos los demás grupos. En realidad, no era por una extraña razón, sino porque ellos eran negros. Y los italianos, al menos los que estaban en esos pueblos, eran muy racistas.
Lo que hice en ese viaje a Italia fue ser intérprete pivot. Recibía la información de parte de los organizadores en italiano y la convertía al castellano para mis compañeros y al inglés para la delegación de Benin. Si ellos querían hacer una pregunta o comentario, pasaba sus palabras en inglés o castellano al italiano. Eso lo hice durante casi tres semanas. Y me encantó. Ahí fue cuando decidí que además de Filosofía estudiaría traducción.
En quinto año de la secundaria me anoté en Filosofía. No llegué a anotarme en el Traductorado. Mi plan era cursar el primer año en la Facultad de Humanidades y Artes y al año siguiente empezar el Traductorado en el Olga Cossettini. Ahora que lo pienso, no sé si realmente no llegué a anotarme o si no me anoté “a propósito” (inconscientemente, claro). Soy muy obsesiva, así que estoy empezando a creer que me había autoboicoteado antes de empezar.
El primer año de Filosofía fue hermoso. Las cinco materias anuales me abrieron la cabeza y me enseñaron muchos conceptos que me van a acompañar por siempre. Una cátedra era conservadora, otra estructuralista, otra orientada al materialismo histórica, otra peronista. Todos esos términos, y muchos otros más, los aprendí ese primer año. Aprendí que las palabras no son livianas y que cada significante tiene una historia y un peso específico que tenemos que respetar. Además, conocí a personas geniales que siguen estando en mi vida.
En noviembre ya estaba desocupada porque había promovido todas las materias. No tuve que rendir ningún final. En vez de pasar el verano boludeando, me puse a estudiar inglés de manera intensiva. En marzo eran los exámenes de ingreso al Olga Cossettini y yo quería entrar sí o sí. Los meses de más calor los pasé encerrada resolviendo exámenes de First y ejercicios de gramática.
Los 15 días previos a rendir estaba flaca, ojerosa, nerviosa. Dudaba de mí, pensaba que no iba a entrar y vivía estresada. Los que estaban a mí alrededor me decían que me quedara tranquila, pero yo no sabía cómo hacerlo. Aunque me había anotado en todas las materias de segundo año de Filosofía por las dudas, lo que en realidad quería era entrar al Olga.
Y lo hice. Entré. No podía creer que lo había logrado. Sentí felicidad, alivio, nervios y mucha curiosidad, porque tenía tantas ganas de ser traductora que había depositado demasiada expectativa en la carrera. Esas expectativas se desinflaron a las pocas semanas.
Me sentía incómoda en el terciario. La dinámica era totalmente diferente a la de la universidad. Había mucha vigilancia, mucho control. Los docentes nos preguntaban si habíamos hecho la tarea, como hacían mis profesores de la secundaria. Los horarios eran rígidos, el material de estudio escaso. Me costó adaptarme. Aunque era más fácil que cursar en la universidad, yo no lo sentía así. No podía entender que tuviéramos que estudiar solo lo que el docente quería escuchar. No había un programa a partir del cual pudiéramos guiarnos. Era otro mundo.
Cursé algunas materias de segundo año de Filosofía mientras hacía el primer año del Traductorado. Pero la pasé bastante mal. Aunque me gustaba más ir a Humanidades, no tenía la energía suficiente para estudiar bien. Además el Olga me costaba, no me sacaba buenas notas, y por eso vivía estresada. Los primeros meses del 2011 no fueron fáciles.
En el segundo cuatrimestre todo fluyó un poco más. Ya entendía lo que querían los docentes y me había hecho amigos, así que el Olga dejó de ser tan amenazante. A fin de año solo me habían quedado dos materias para rendir durante el verano, algo que nunca me hubiera imaginado que pasaría si me preguntaban en abril.
Rendí mal por primera vez en diciembre. Fonología I, el cuco de primer año. Fue una decepción muy grande. Estuve mal un par de días y después me dije que era una experiencia que en algún momento iba a transitar. Se me pasó la angustia, estudié con todo el furor y en marzo del año siguiente la saqué.
El 2012, cuando cursé el segundo año del Traductorado, fue completamente diferente. No me fue mal y hasta rendí una materia como alumna libre. Mejoré el vínculo con mis compañeros y empecé a juntarme con ellos por fuera de la facultad. Cursé algunas materias de Filosofía y también las disfruté. Fue mucho mejor que el 2011.
Al año siguiente, mi proyecto más importante era recibirme. Era una carrera de tres años y en ese entonces me mantenían mis viejos, así que nada podía salir mal. En Filosofía cursé únicamente dos materias pedagógicas para enfocarme en terminar el terciario. Pensaba que quería ser docente y por eso hice materias que no me interesaban mucho, pero que tampoco fueron horribles. El 27 de noviembre logré el objetivo más importante.
Ya recibida, mi papá hizo una cena en mi casa con sus amigos de la escuela primaria. Vino una amiga suya que había vivido en Los Ángeles. Mientras estaba en Estados Unidos había trabajado como intérprete en inglés. Me explicó que era una carrera para la que había demanda de trabajo y que, si tenía la oportunidad de cursarla, que lo hiciera porque no me iba a arrepentir. Así que el 2014, un año que preferiría olvidar, cursé el Interpretariado. Me recibí a fin de año. Hasta el momento nunca trabajé como intérprete. De todas formas, es algo que no descarto y que me interesaría hacer para sumar una vivencia distinta.
El 2015 fue el primer año, junto con el 2010, en el que cursé muchas materias de Filosofía. Terminé agotada y contenta, porque había logrado avanzar bastante en la carrera. Ya estaba más cerca de terminar. Había hecho planes sobre cuántas materias debería cursar en el 2016 y en el 2017 para recibirme. Estaba emocionada porque al fin tendría un título universitario. Siempre había desmerecido el terciario. Sentía que era poco para mí, que tenía que sí o sí terminar Filosofía porque esa era mi carrera “de verdad”. El Traductorado solamente era una salida laboral. Todo eso pensé durante mucho tiempo. Hasta este año, el año que cambió todo.
Por distintos hechos que me hicieron aprender que la vida es más corta de lo que pensamos, este año decidí cortar con todo lo que me hace mal. Entendí que no tenía por qué seguir atada a circunstancias de muchos años que ya no me hacen bien. No se puede medir lo bien que te hace algo por el tiempo que duró en tu vida. Empecé a tomar como única métrica la felicidad y el disfrute. Esto no significa que a veces no sufra o no la pase mal, pero siempre que tenga elección voy a optar por lo que me gusta y me hace bien.
Filosofía ya no me hacía bien. Me pesaba cursar. Me pesaba salir del trabajo y tener que estudiar. Me pesaba rendir materias. Un día cerré los ojos y me imaginé el año próximo de dos maneras diferentes. En una de las visiones estaba cursando Filosofía y trabajando a tiempo completo. No me gustó lo que vi. No tenía tiempo para disfrutar y dedicarle atención a mis intereses personales. En la otra visión, no cursaba más. Iba a trabajar y cuando salía me encontraba con mis amigos, iba al gimnasio, salía a correr, me acostaba a leer o me ponía a escribir. La segunda visión me encantó. Eso quería. Estar tranquila, relajada y con tiempo para escribir, la actividad creativa que más me interesa.
Antes de decidir dejar la carrera, empecé a pensar por qué la estudiaba. No quiero dar clases, ni dedicarme a la investigación. Durante muchos años me dije que necesitaba tener un título universitario para poder cursar una maestría en el exterior. También estudiaba para pensar mejor y así poder escribir mejor. Ahora me di cuenta de que la academia no es la única forma de vivir afuera y de que puedo leer lo que quiero sin necesidad de recorrer estudios formales. Además, descubrí que nunca en mi vida leí un libro de filosofía por placer. Siempre leía para rendir materias, nunca porque algún tema me interesara realmente. Lo que sí leía en mis tiempos libres era literatura. Leía lo que quería cuando quería y disfrutaba más que con los textos de la carrera. La literatura ya no va a tener un lugar marginal en mi vida.
Recién ahora me doy cuenta de que siempre puse excusas para no cursar todas las materias de Filosofía. Mientras que mis compañeros organizaban sus vidas a partir de los horarios de la facultad, yo hacía lo contrario. Y como no hay banda horaria en la carrera, siempre salía perdiendo porque no podía cursar todo. O, en realidad, quizá salía ganando. En el 2013 la excusa era que me recibía de traductora y quería dedicar mi energía a eso, por lo tanto solo cursaría dos materias. En el 2014 había decidido hacer el Interpretariado en Inglés y las horas de cursado coincidían con las de Filosofía. En el 2016, por suerte, dejé de mentirme. Cuando asumí lo que realmente quería, pude dejar sin culpa ni arrepentimiento.
Este año descubrí muchas cosas, como se habrán dado cuenta. Una de ellas es que nunca me gustó realmente la carrera de Filosofía. El primer año sí, porque aprendí muchísimo y conocí personas que amo. Pero después ya no. Me costaba ir a cursar, me incomodaba la presencia de muchos de mis compañeros, me aburrían los docentes y la eternidad que duraban las clases.
Tendría que haber dejado en el 2011. No lo digo con arrepentimiento porque mi proceso se dio de esta manera. Ahora tengo las herramientas para tomar la decisión que postergué durante tanto tiempo. Pero si lo analizo con frialdad, ese es el año en el que tendría que haber dejado. No lo hice por ego, superyó, exigencia, o llámenlo como quieran.
Hoy estoy enamorada de mi profesión. Hoy recuerdo por qué decidí ser traductora y quiero mejorar cada día más. Me entusiasmo cuando me entero de algún curso o capacitación, o incluso cuando me recomiendan herramientas o páginas web que podrían ser útiles. Tengo ganas de leer literatura para afilar mis habilidades y no puedo parar de corregir todos los textos que aparecen frente a mí.
“No puede ser que tengamos que pedir permiso para hacer las cosas que nos gustan. Tendríamos que hacerlas y listo”, le dije a una amiga hace poco. Ella me dijo que es más fácil decirlo que hacerlo. Y tiene razón, aunque ahora estoy intentando cambiar esa postura ante la vida de una vez y para siempre.

27 de noviembre del 2013, el día que me recibí de traductora.